Crónica

La niña partera de Gaviotas

Víctor Ulín/

Llovía. Continúo lavando, sin detenerse. Creyó que entre sus piernas escurría la lluvia. Tardó en darse cuenta que la fuente había roto y estaba a unos minutos de parir a su segunda hija.  Tambaleándose, por el dolor en el abdomen, caminó al interior de la casa. No pudo llegar a la cama. Cayó desmayaba. Es todo lo que recuerda.

No hubo tiempo para que atendiera su propio parto.

Su madre, María Valencia Moha –todavía vive. Tiene 94 años – le había advertido desde adolescente que no atendería ninguno de sus partos. Que era un pecado hacerlo. Una ley que no podía quebrantar ni con la hija. “Así que vete buscando a tu partera”, le dijo.

Cuando despertó, descansaba en la cama. A su lado, la hija recién nacida. Doña Flóratela, amiga partera, la había socorrido en el desmayo y en el parto.

Su madre –viuda de don Francisco Hernández- se mantuvo firme para no recibir, con sus manos, a la segunda nieta que había parido su hija María Nieves Hernández Valencia.

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Ese día, -eran como las ocho de la mañana- llegó, agitada, Rosa, la comadre de su mamá.

María Nieves Hernández Valencia,  la mayor de ocho hijos –cuatro mujeres e igual número de hombres- tenía 12 años y cursaba el segundo de primaria. Como ayudante de su madre estaba acostumbrada a que a su casa, en las Gaviotas Norte, aquí en Villahermosa, llegaran mujeres a todas horas y de todas partes para ser atendidas.

Doña Rosa le pidió, desesperada, que la atendiera. Esperar a su comadre era un riesgo mayor para el bebé, y ella.  

María titubeó. Quiso evadir la petición de la comadre de su mamá, pidiéndole que fuese mejor al hospital a que atendieran su parto. Que no terminaba todavía de trapear.

-Atiéndeme tú, yo ya no llegó al hospital- le insistió.

Muchas veces, María Nieves observó cómo su mamá procuraba a las mujeres embarazadas en situaciones normales y de emergencias, como la de ahora con la señora Rosa.

“Dios Padre”- pensó-, y jaló una silla para sentar a doña Rosa con las piernas abiertas. Le colocó unas toallas blancas debajo de los pies para recoger el sangrado.

Fue la primera vez que María Nieves se puso los guantes de látex que usaba su madre durante los partos. Lo que hizo después fue palpar el útero para medir la dilatación que había llegado al máximo. Con una destreza que explica ahora con sus manos morenas, extrajo al bebé, se lo sentó en las piernas de la madre, -como lo sigue haciendo- y esperó a que saliera la placenta completa para cortar el cordón umbilical con una navajita Gillette –no había otra herramienta- y medir cinco dedos para perfilar y curar el ombligo.

Limpió al niño. Lo acostó en la cama. A doña Rosa la bañó con agua tibia y la pañaleó.  La placenta la guardó en una bolsa de plástico para entregársela a su mamá María.

Repitió el procedimiento que su madre seguía en cada alumbramiento: revisó que doña Rosa no sangrara y la mantuvo en observación algunos minutos. Salvado el riesgo, la adolescente de entonces le preparó un caldo de pollo sancochado y un atole de avena con leche.

A las 12 del día llegó su madre. Se sentó para comer y sin dialogar. María le sirvió. Callada.

Su madre percibió el olor aparto en la casa. Y sin mirar el interior del cuarto donde convalecía su comadre Rosa con su bebé, preguntó a la hija, sorprendida, qué había hecho.

María Nieves ni se acordaba de lo que había ocurrido. Y le respondió qué le estaba preguntando. “¡Ah”!, exclamó, y completó: “Se alivió tu comadre Rosa. Ahí te dejé la placenta en la bolsa”.

En ese momento, doña María, su madre, la graduó: “a partir de hoy tú serás la partera” de la casa.

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De los 68 años de edad, 56 ha sido partera. Doña Nieves –así la conocen ahora quienes propagan su talento nato- nunca pensó en dedicarse a otra cosa desde que tuvo razón.

Por seguridad, desde hace diez años que la delincuencia azota en la región, solo atiende en su casa las 24 horas del día. Es fácil localizar su domicilio si viene por primera vez: solo pregunte por doña Nieves, la partera, y le dirán que vive en una casa de lámina, sobre la calle uno, en Gaviotas Norte. Y si toma un taxi, dígale lo mismo y sabrán llevarle.

Sus hazañas han sido conocidas en muchas partes de Centro y municipios aledaños. 

Desde los hospitales de la Ciudad de México y de Tabasco, o de asociaciones civiles, le han pedido que capacite a los doctores –o parteras indígenas- para que aprendan las prácticas ancestrales de cómo debe atenderse un parto: y allí, frente a todos, explica la manera adecuada, los pasos, el método que debe seguirse para extraer al niño del vientre. Explicarles, por ejemplo, cómo sacar una placenta “cuando se te queda adentro”.  Y por qué razones darle tés o inyectar puede afectar a la madre y al niño.

-Yo no les pego nalgadas a los bebés como lo hacen los médicos, porque se le puede lastimar la cadera.

Tampoco está de acuerdo que las mujeres sean obligadas a parir acostadas en los hospitales o que no dejen que sus familiares las acompañen para que observen el trabajo de los médicos.

Hay una pausa en la entrevista. Un joven tocó la puerta. Vino a su segundo ensalmo. Doña Nieves lo recibe y le pide sentarse en la silla de madera, casi debajo del altar en el que sobresale un gran Cristo y el Niño de la Salud, dos de los principales a los que se encomienda antes de comenzar con su cura, sean mujeres a punto de parir o asustados.

En voz baja, mientras observamos el ensalmo, su hija María Guadalupe, un poco  sentida porque no le han reconocido a su madre su labor de partera, ni porque ofreció diez años de su vida en el Centro de Salud sin recibir remuneración, me confía: “Mi madre tiene un don”.

Después del temblor del 19 de octubre en Tabasco, doña Nieves le quitó el susto a 20 personas  a diario, entre niños y adultos. Este joven que no podía conciliar el sueño es uno de ellos.

También es “huesera”. Quien ha venido por una dolencia que ni los médicos curan, se sorprenden de la fuerza que acumulan sus manos duras, tanto que enderezan columnas o caderas, devuelven tobillos a sus lugares o sana rodillas a punto del quirófano.

Tratándose de partos, su récord es perfecto: ni una mujer, y menos un niño, ha fallecido. Es “la abuela de ombligo” de más de mil bebés que ya deben ser hombres y mujeres.

Lo que le preocupa hoy –y entristece cuando lo dice- es que ninguna de sus hijas haya nacido con “el don” y que quizá sea la última partera de la familia.

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Pequeña entre las pequeñas, doña Nieves ha hecho una especie de pacto con el tiempo. Parece, con su eterna sonrisa, la niña de 12 que hace 68 años atendió su primer parto en la casa de su madre.  

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