Crónica

“Arroz con leche», en cuarentena

*Amarani Kanter/

-Buenas noches.

-Buenas noches. –me contesta la señora esbozando una sonrisa.

Siempre la encuentro aquí, en la esquina de mi calle. Con su nevera y una pequeña toalla que utiliza para ahuyentar a los mosquitos y secarse las gotas de sudor que puedan surgir a pesar de que ya oscureció. Esta señora, al igual que yo, sale a la misma hora de siempre. Yo hago mi caminata diaria alrededor de las 7 p.m., donde el sol está bajando y mi recorrido por el residencial me permite andar al son del atardecer hasta que la noche desdibuja los naranjas, rosas y azules que se pintan en el cielo. Justo cuando voy de regreso, ella está ahí. Es común que alguien que planee salir a vender algo lo haga en un horario donde el calor no sea un impedimento, y dada las condiciones del estado, es lo más sensato salir a vender cuando ya ha caído la noche y el calor se sobrelleva con una brisa fresca. Ella toma su cartulina de color naranja que dice “arroz con leche” y se la muestra a cada automóvil que entra y sale del residencial.

No siempre está sola, de hecho, ella no fue la que comenzó ese peculiar estilo de venta. Mucho tiempo estuvo un joven. Yo apuntaría a que es su hijo. Y al igual que ella, cada noche se paraba sin falta justo en esta esquina, sosteniendo esa cartulina y haciéndole saber a cada transeúnte y automóvil que se disponía a pasar por ahí lo que estaban vendiendo.

Cada que salía a caminar o a pasear a mi mascota y me la encontraba tanto a ella como a él, la interacción siempre fue la misma, un “buenas noches” que ambos me respondían con una gran sonrisa en el rostro, denotando su amabilidad. Solo les he comprado una vez, y aunque el arroz con leche no es mi postre favorito en particular, era muy bueno.

Por obvias razones, hubo muchísimas noches en las que yo no salí. Quizá estaba fuera, quizá me ocupé haciendo algo más dentro de la casa, o simplemente no me apetecía dar mi paseo regular, pero no tengo duda de que alguno de ellos dos estuvo allí, con su peculiar cartel y su amabilidad tratando de vender algunos productos.

Hoy fue un día bastante diferente. El sol está oculto bajo una masa de espesas nubes grises que nos liberan por un rato del terrible calor que trae consigo la primavera, y que, desafortunadamente, hemos tenido que vivir todos los tabasqueños dentro de nuestros hogares.

Es a partir de esta emergencia que puedo darme cuenta de lo alejados que estamos todos, en especial una familia, a pesar de convivir dentro de una misma casa. Mi padre ya está despierto desde las seis de la mañana, saliendo desde temprano a hacer el súper si es que se necesita algo, o simplemente sentado en el sillón tomándose una taza de café esperando a que el resto se despierte.

Mi hermana y yo nos levantamos unas horas después, nos tropezamos la una con la otra en la pequeña cocina tratando de hacer el desayuno de ambas, esperando a que la otra termine de hacerse su café; uno negro, uno con leche, y nos sentamos a desayunar, por primera vez en mucho tiempo, juntas.

Los días se pasan entre ocasiones en las que no sucede nada y ocasiones en las que hacemos suceder las cosas. En ocasiones en el transcurso del día se me antoja cocinar un postre, y a veces mi hermana tiene el ímpetu de limpiar toda la casa, y hay veces que, simplemente, comparto la tarde con mi padre viendo una película. Hay ocasiones más especiales en las que la familia se reúne para participar, en este caso, cocinando, haciendo una pizza; con alguien que hace la masa, alguien que lava los platos y la ayuda en conjunto para ponerle salsa y queso. Pero algo que no he dejado de hacer por la fortuna que tengo de vivir en un lugar cerrado –y alejado-, es salir a caminar. Despejarme y no olvidar que el sol sigue pintando el cielo cuando se oculta todas las tardes.

2

Su nombre es Adela. Vive en las últimas calles del residencial y sí es su hijo el muchacho que la acompaña, porque de él fue la idea de salir a vender. Me cuenta que su hijo se llama Josué y que antes vendía arroz con leche en su escuela, entre sus compañeros, y que siempre complementaron el toque de su mamá, porque estaba muy bueno.

A Adela también le habían dado buenos comentarios antes sobre su cocina, cuando sabía que tenía visita preparaba aquel postre, fácil y rápido, y siempre tuvo un buen recibimiento. Es solo una manera de ganar un sencillito extra, de distraerse por las noches y de que el joven Josué vea de las responsabilidades que hay para ganarse su propio dinero.

Todo esto me lo cuenta Adela otro día que decidí salir a caminar, pero esta vez, con la disposición de encontrarla y comprarle un producto. Tuve la sensación de que sería extraño que solo llegara a hacerle preguntas sin comprarle nada, así que con el valor que hay en el trueque de la compra-venta, me aventure a hacerle las preguntas. Ni siquiera se sintió sorprendida, me contestó muy rápido y con una sonrisa, como suele hacerlo cuando le doy las buenas noches. Adela irradia amabilidad y se ve que eso mismo le ha enseñado a su hijo. Él no estaba aquella vez, pero Adela me cuenta del momento en que su hijo le propuso la idea de salir a vender arroz con leche, el necesitaba dinero, Adela ni siquiera recuerda para qué, solo me dijo “ya sabes, cosas que quieren los muchachos”, pero lo que sí recuerda es que Josué llegó una noche y le dijo “mamá, ¿será que puedas hacer arroz con leche para que salga a venderlo?”. A Adela no le pareció una buena idea al principio, ella creía que iba a ser casi imposible, y a la vez muy molesto, ir de casa en casa ofreciendo lo que se está vendiendo. Así que a Josué se le ocurrió la idea de pararse en la esquina de una de las primeras calles, pensó que sería más práctico pararse ahí con una cartulina anunciado el producto y que solo los interesados se acercaran a comprar. Josué le explicó a Adela que justo en esa esquina hay un tope, permitiéndole a los que van en automóvil detenerse para leer el cartel, y que el marketing hiciera todo lo demás. Enfrente de esa calle también hay un campo grande, del lado derecho hay un conjunto de juegos infantiles, un par de columpios, una pequeña resbaladilla y un sube y baja. Hay un par de porterías también y una red para jugar voleibol. Mucha gente se reúne en el campo por las tardes, casi a punto de que anochezca, para que el calor no los agobie y los mosquitos tampoco. Unos simplemente caminan acompañados, ya de sea de un familiar o con una de sus mascotas. Por ello, esa pequeña avenida donde está el campo, es un lugar estratégico para salir a vender, y Josué se dio cuenta de que funciona.

“Hay veces que se vende más que otros días” me dice Adela, “pero al menos Josué también aprende lo difícil que es ganarse el pan de cada día, pero le admiro al chamaco que no se desanima, igual de vez en cuando andamos vendiendo jugos, con este calorón que hay, por si se te antoja”, le doy las gracias y le digo que ya me iré a mi casa, para dejarla de molestar, ella me contesta que para nada, que no es ninguna molestia, que al menos se entretuvo un rato platicando conmigo, yo le digo que igualmente, que se cuide mucho y mucha suerte. Con su sonrisa de siempre se despide diciéndome “adiós muñeca, que te vaya muy bien”.

3

Cuando regreso a casa encuentro a mi hermana preparándose la cena, mi papá está en la sala platicando con ella. Al entrar mi papá me pregunta “¿saliste a caminar?” y le digo que sí. Se ha vuelto tan común que cuando no me encuentran por la casa solo esperan unos cuantos minutos a que regrese. Él nos da las buenas noches y sube a su cuarto, le cuento a mi hermana sobre Adela y el arroz con leche, después de un rato la conversación cambia, pero nos quedamos en el comedor hablando, con los más de 30 grados que hay y con el ventilador ruidoso que hace eco en el fondo.

*La autora es alumna del Octavo Semestre de la Licencitura en Comunicación y la presente crónica es una actividad de la asignatura Periodismo Literario.

 

 

 

 

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