Notas

TERESA VERA: DEL AGUA LA FUGAZ CORRIENTE

Ensayo/

Audomaro Hidalgo/

 

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El río que atraviesa la ciudad tiene Historia pero no Mitología. Ningún dios nació de sus aguas, ningún rito se ofició en sus orillas. Los habitantes de las márgenes del río no conocieron una deidad acuática que los vinculara con el otro lado de la realidad, con el trasmundo de su concepción del universo.

En el siglo XVI hubo tres expediciones militares. Las dos primeras prepararon las condiciones y alentaron las posibilidades de la devastación y la ulterior Conquista. Para llegar al corazón del imperio mexica, no había otra vía de acceso que ganar la aguas del río, atravesar pantanos, enfrentar la selva arisca.

El río es un signo sin sentido hasta 1517.

En 1517 la corriente de la Historia se confunde con las aguas del río y así quedó bautizado, adquirió un nuevo cauce. La cartografía se ocuparía de él, desde ese momento su nombre estaba ya en los mapas, formaba parte del mundo, comenzaba a ser el hermano reciente de los otros ríos de la Historia, desde el Éufrates al Támesis.

 

 

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Estoy frente al edificio de Teléfonos.

Escribo en una ciudad del sur, en el siglo XXI, pero aquí todo parece más viejo, en todas partes hay trazos, huellas casi invisibles de otro tiempo, de lo que pasó sin pasar del todo. El platanar y las barquitas endebles a orillas del río me hablan de otra época.

Estoy donde ella estuvo, donde vivió, estudió, leyó, amó, lloró, sufrió, soñó, escribió.

Hubo un cuadernillo de poesías.

Hubo muchas velas y el concierto infinito de las constelaciones de chicharras.

Hubo también un número reducido de libros, pero suficientes para una mente de por sí escindida, como una piedra partida por el relámpago.

Hubo Chateaubriand, Goethe, Lamartine, Hugo, Lope, Quevedo.

Hubo el nombre de una historia decisiva.

Después hubo sentir el aislamiento geográfico,

la soledad psíquica y afectiva,

los jirones del amor.

Estoy sentado frente adonde estuvo su casa.

Unas cuadras más allá avanza el río con pasos de viejo incansable.

Hablo de una muchacha que vivió al promediar el siglo XIX mexicano, en una ciudad partida por un río, y que gustaba escribir poesía.

 

 

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La tarde es plomiza, corre un viento frío, algo que se agradece si pienso en el clima habitual de esta región.

El río avanza despacio.

Hay días en que parece no tener corriente y sin embargo…

Desde el puente se pueden ver los anillos que se forman y se deshacen, sólo para crear remolinos más grandes que arrastran deshechos, ramas, troncos y arriba de uno de ellos, un pájaro imperturbable se deja llevar, contra el cielo lejano, hasta ser un punto diminuto en el espacio.

Vistas desde el puente de piedra las aguas del río te sustraen la mirada y sientes un vértigo espantoso, inesperado, casi hasta la náusea.

Por un segundo eres el ojo deforme de uno de los remolinos.

Te ves en él.

Por primera vez sientes una angustia infinita que las aguas del río te revelan.

Porque tú eres también esa agua revuelta,

porque algo tuyo hay en ella,

sientes ese vértigo impronunciable.

 

 

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Gastón Bachelard: El sitio en que se ha nacido es menos una extensión que una materia (…) El agua es también un tipo de destino.

 

 

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Más que una persona concreta, Teresa Vera Domínguez es un espíritu libre, no disonante de la época en la que vive.

El episodio por el que sabemos de ella es un acto que se repite y se extiende como por ósmosis ese siglo en muchos países del mundo.

Apenas muere Teresa Vera, el mito se consagra, corre de boca en boca y así se hace historia.

En la vida de Teresa Vera se han enlazado irremediablemente mito e historia, como dos llamas del mismo e indivisible fuego: Amor/Pasión.

L´amour fou.

Teresa Vera es un río creciendo hacia dentro,

ahondándose hacia abajo

desesperadamente,

rabiosamente,

tiernamente.

Teresa Vera es un río que pasa demasiado rápido, porque la belleza, aliada a la más profunda desesperación, es el relámpago de la libertad más extrema, más radical. Del acto que no se puede conceptualizar. Del acto prófugo de la Semántica. De la Acción que es. Libertad vuelta acto extremo.

 

 

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Teresa Vera no nos dejó un libro de poemas. No podía hacerlo porque fue un espíritu escindido, demasiado entregado a su pasión individual. Teresa Vera hizo de la realidad un drama personal, pero no único. El dolor no es propiedad privada de nadie, mucho menos de los poetas. A las emociones y los sentimientos hay que hacerlas resplandecer en un espejo en el que el otro se mire y se reconozca. Ese espejo es el poema. Teresa Vera pocas veces nos da esa posibilidad, aunque como lectores nos lo solicita: “entonces comprended lo que yo siento”. Los pocos textos que de ella conocemos plantean, más que la relación entre el amor (“atractiva y fúlgida cadena”) y el abandono, la profunda disyuntiva entre la pulsión y la razón, entre el cuerpo y la mente, entre un “corazón inquieto (…) que dé tregua a su pensar”. Esa disyuntiva, resuelta prematuramente, anteponiendo su persona, pudo ser una rica fuente de su escritura, que se ampliara, tal vez, con el tiempo. Una herida cuyos bordes nunca se rozan, que no desea sanar sino ahondarse. Pero la concepción que Teresa Vera tiene de la vida está también imantada por el sentimiento de un Dios que actúa sobre la realidad. Esto hace que sus imágenes muchas veces estén impregnadas de un aire ineludiblemente cristiano, lo cual agudiza más su crisis interior. De su único momento luminoso y más lírico, “La primavera en el campo”, tomo estos versos:

 

Esa estación que llaman primavera,

que envuelve al campo en verdor lozano

y es cual un hondo abismo

en que se ve la mano de Dios mismo.

 

 

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Lászlo Foldenyi nos da una larga lista de poetas y artistas muertos prematuramente: “Con su eterna juventud, flotan ahí en el fondo Novalis, de 28 años, Wackenroder, de 25, Korner, de 22, el cuentista Hauff, de 25 años, Buchner, de 22, Chatterton, de 18, Keats, de 26, Strachwitz, de 25, White, de 21, Kleist, de 34, Wilhem Muller, de 33, Grabbe, de 35, Wilhelm Waiblinger, de 26, Maria Mnioch, de 20, Charles Wolfe, de 35, Froude, de 33, Shelley, de 30, Burns, de 27, Byron, de 36, Anne y Emily Bronte, de 29 y 30 respectivamente, Karoline von Gunderrode, de 26, y Platen, un tanto mayor, pues murió a los 39 años. Detrás de ellos vienen los locos: Lenz, Burger Holderlin, Lenau, Schumann, y luego vemos también a Schubert, que murió a los 31 años, rodeado de pintores: Karl Philip Fohr, de 22 años, Franz Pforr, de 24, Johann Ehrhard, de 27, Oldach, de 26, y, en un extremo, Philipp Otto Runge, de 33 (…) Su número es, desde luego, mucho más grande….” A esta interminable familia de espíritus podríamos agregar, por la misma época, a Camila O´Gorman, de 21 años, a Manuel Acuña, de 24 años, y Teresa Vera. Todos ellos son hijos del abismo, son los receptores del fuego.

 

 

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Todos los ríos son un solo río.

 

 

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El río tiene Historia.

La noche del 25 al 26 de octubre de 1846, San Juan Bautista fue cañoneada desde las aguas del río Grijalva por las tropas del general norteamericano Matthew C. Perry. La lucha es desigual: los norteamericanos contaban más de dos mil quinientos hombres y tres buques de guerra; los habitantes de la antigua ciudad que combatieron sólo llegaban a cuatrocientos. No poseían armas apropiadas ni tenían parque suficiente. Era gente de machete y sombrero.

Una niña de doce años se encierra en su casa a leer, escucha las detonaciones de los cañones invasores, el aire se llena de un olor a pólvora quemada. Hay voces, gritos que poco a poco se apagan. El cielo es rojo y es amarillo. El fuego tiene hambre y se extiende rápidamente en el trópico una noche de 1846.

 

 

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Teresa Vera se enamoró perdidamente de su profesor José Dolores Castro, que venía de la península de Yucatán y estaba comprometido en matrimonio; Camila O´ Gorman se enamoró de Ladislao Gutiérrez, un párroco originario de la provincia de Tucumán, que oficiaba misa en Buenos Aires, y decidió escaparse con él.

Teresa Vera fue hija única y quedó huérfana de padre y madre a los seis años; Camila O´Gorman pertenecía a una alta familia de la aristocracia argentina, un hermano suyo era jefe de la policía, el otro era sacerdote, su padre era cercano al dictador Juan Manuel de Rosas.

Teresa Vera firmaba sus poesías como Esther Rave; Camila O´ Gorman se hacía llamar Valentina Dessan mientras huía al norte de Argentina junto al cura.

Hablo de dos muchachas fugaces que vivieron en el siglo XIX, que existieron sin que la una supiera la existencia de la otra.

Las dos eran del sur y estaban hermanadas por su espíritu.

Teresa Vera fue rechazada desde el principio; Camila O´ Gorman fue alcanzada y separada trágicamente de su amado.

Teresa preparó su propio veneno a base de antinomio y fósforo; a Camila la fusilaron sin juicio alguno de por medio, tenía un mes de embarazo.

Teresa Vera y Camila O´ Gorman son el relámpago gemelo de la libertad insobornable.

 

 

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Ejercicio de comprensión.

Teresa Vera nació el 14 de abril de 1834. Su camino de vida comienza con la Templanza y su invitación a rehuir toda pasión excesiva, la invitación y la necesidad de precaverse contra toda desilusión, contra todo tipo de gasto: físico, emocional, vital. Adelante aparecen dos arcanos potentes, expansivos: el Carro y el Mundo. Sin embargo, entre estas tres cartas, inmediatamente después de la Templanza, y como segundo estadio en la vida de Teresa Vera, aparece la Torre, se abre una zanja, está la crisis. Se llamó José Dolores Castro. La crisis que conmocionó a la joven, la crisis que la hundió en su propia sombra.

 

 

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Un canto flébil de Teresa Vera al río Grijalva:

 

Lejos de la verde orilla

a donde esa luz no brilla

y a donde no podré verte

 

 

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Hunde tus brazos en el río.

Húndelos hasta tocar fondo,

tu otra orilla.

No te imaginas cómo es

el lodo espeso de tu alma.

 

 

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Estoy sentado frente al edificio de las oficinas de Teléfonos.

Hay un barullo intolerable de comercios.

Desde finales de octubre de 2007 llovió intensamente. La noche del 30 comenzó a desbordar el rio Grijalva. La mañana del 31 de octubre Villahermosa registró la mayor inundación en su historia, ligada desde siempre al único elemento que puede ser profundizado: el agua.

En pocos días, en unas cuantas horas, pero con la constancia silenciosa de los años, el agua cubrió más del 70% del territorio de Tabasco.

En las calles del primer cuadro de la ciudad, el agua alcanzó más de cuatro metros de altura. Hay algunos edificios donde se nota aún la marca que dejó cuando descendió su nivel.

Líneas de otro tiempo. Trazos imborrables, no siempre visibles.

El agua tiene memoria, es un transcurrir que no transcurre ni regresa.

El agua es la confluencia de los tiempos.

La piel de las muchachas que pasan frente a mí brilla como una “miel sombría” (Enrique Molina).

Cierro los ojos.

Es la madrugada del 29 de mayo del año 1859, en una provincia mexicana con un puerto de tablas, perdida en la noche del mundo.

El silencio crece y tiene la hondura vasta del cielo.

Adentro de la casa, una muchacha se apresta a morir por su propia mano.

Acaba de cumplir veinticinco años.

 

 

 

 

Audomaro Hidalgo

 

 

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