El Diván de ItzelHoy escriben

Cuando te rompen el corazón… y un Zanate puede curarte…

Columna El Diván de Itzel/ Foto: http://www.upsocl.com//

Itzel Chan/

A todos en algún momento nos han roto el corazón y ¡Vaya que conocemos el crujir de ese dolor interno!… por más que busquemos artículos en internet sobre cuánto tiempo es el que tarda un corazón en repararse, hallamos que en realidad al parecer siempre queda una cicatriz sensible, sin embargo, descubres que vas “relativamente” sanando cuando te atreves a acariciar esa costra que empieza a lucir como un borde resaltado en el merito corazón y en lugar de llorar y lamentar comienzas a sonreír despacito y cada vez con mayor seguridad.

Tras un hecho doloroso de esos en los que te reclama tu propia alma, es muy difícil volver a sentir con la misma intensidad, pero comprendes que por chiflado que parezca, algún día te atreverás a darle las gracias a ese alguien que se fue, sí, en efecto, por haberte devuelto la libertad.

Esa libertad que comienza como cosquilleo en las tripas y que reconoces poco a poco como un murmullo acompañado del sonido de las olas del mar. Al principio te rehúsas a conocer a otras personas, pues nada ni nadie se igualará a lo que tenías y debe quedar claro que eso jamás sucederá.

Sin embargo, cuando comienzas a respirar con tantita soltura, cuando los ojos se han cansado de llorar, te atreves y dices: ¡va! En el camino te encuentras a personas tan rotas como tú, con miedos más obscuros a los que tú has enfrentado y simplemente llegas a sentir que podrían robarte la poca energía positiva que te queda para sobrevivir y admites que no quieres ser el refugio emocional de nadie.

Si eres valiente, sales de ese círculo que más que vicioso es ridículo y penoso… eso, si eres acaso eres valiente. En ese camino pedregoso, hallas también a los zopilotes de los corazones heridos, esos que quieren conocer tu vulnerabilidad para coleccionar con sorna las “pielecitas” débiles… una vez más si eres valiente, corres, sí, corres otra vez con ese resto de energía positiva que te queda para mirar hacia adelante.

En este proceso hay días en los que lloras y lloras y lloras hasta sacar el agüita final que logran filtrar tus tripas, esa que sale incluso por la nariz, por la boca y hasta por las uñas de las manos. Otros días tus gestos se van, se desaparecen sin que sepas a dónde coño se fueron, las buscas por debajo de la cama, en el clóset, entre los trastes que desde hace meses no utilizas, pero no, no los encuentras y te convences de que regresarán cuando se les pegue la rechingada gana.

Pero hay amaneceres en los que tu sonrisa despierta ahí, presta, dispuesta y precisa, es inamovible y quieres que sea eterna, pero olvidas que la eternidad cambia cada segundo y pruebas en esta ocasión, ser otra persona. Cuando este último sentimiento es el que se prolonga por un ratito más, ahí es cuando te vuelves a repetir las palabras que los demás dicen: ¡estás sanando!, aunque no tengan ni una puta idea de qué proceso seguir. Cuando estás en esta faceta, llega alguien, alguien ajeno a esos rotitos, a esos hambrientos y a esos seres grises que te encuentras en ese camino que para ti ha sido obscuro hasta entonces.

Conoces a alguien que puede que sea obscuro también, pero le ves tonalidades de brillo, es de ese negro “zanate”, que con los rayos del sol tiende a parecer azul, rosa o morado. Y aunque sabes que no estás preparado para amar y quizá sigues rehusando hasta el término “amor”, te detienes y observas, observas sus manos que no son tan grandes, pero sí voluntariosas y prestas a acariciar con atención, capaces de rozarte de lejos el alma cuando toca con sus dedos tu piel.

Son seres que se conducen en medio de una esfera distinta, quizá tienen instinto de patanes, sin embargo, rechazan esa naturaleza y la canjean por caballerosidad espontánea (aunque no siempre luzcan seguros), por unos labios delgados y suaves, por una lengua dócil y calientita, por una espalda digna de ser acariciada, al igual que los brazos, por una frente amplia que dice “bésame” y por unas mejillas que sonríen cada que colocas tus labios en ellos.

Cuando encuentras a este tipo de seres sabes que hay un riesgo, pero como antes has sido valiente, te detienes y te cubres bajo la atmósfera del “aquí y ahora”. Entonces te dedicas a disfrutar, sólo a disfrutar sin esperar nada a cambio, porque has aprendido que cuando uno espera significa confiar en el futuro y en ocasiones éste se viste de puta y los planes que le entregaste resulta que los revolotea, los pierde, los olvida y cuando le pides una explicación sólo sonríe y te dice “lo siento”.

Así que prefieres no pensar en ese concepto ilusorio y humano. Comienzas desde este momento a reír demasiado, a reír por todo, a reír nuevamente con sencillez absoluta y naturaleza amarilla, y no sólo sonríes con los labios, sino también con el cabello y con cada respiro de tu piel. Pero te das cuenta que esto no se trata de nadie más que de ti, de ti, de ti y de ti, y te sientes bien porque al menos por un instante (eterno) te vuelves a sentir a ti misma (o) desde las entrañas y re descubres que eres capaz de compartir, de dar, de atender, de escuchar, de contar, de servir, de besar y acariciar con gusto, con mucho gusto y placer. Y sabes que esta sensación durará hasta que te suceda algo de esas cosas que les llaman “desagradables”, como un dolor de muela, un dolor de cabeza, un dolor de panza, de uñas, de ojos o de algo que te compone como máquina humana… si esto pasa, sabes que te detendrás y reposarás, pero pasará, pasará como todo pasa y es que si has sobrevivido a ese “mal de amores”, ahora sabes que no eres vulnerable, sino un fuerte sobreviviente. La ansiedad nos desenfoca y nos hace perder de vista nuestro presente, así que vivamos en el Aquí y Ahora.

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